Había poca luz en el local, el ambiente se llenaba de humo, nadie hablaba y todos gritaban, las cervezas volaban por encima de las cabezas.
Todo empezó con una guitarra distorsionada, cuyo sonido inundó los oídos de aquella gente tan solitaria. Una batería que parecía una metralleta, un sujeto lanzándose del escenario, un tumulto arrollando a otro tumulto, y al final, luces que no iluminaban nada.
Su voz cantaba historias de noches hasta el límite, de días hasta la muerte, de sueños para la nada. Y bailaba, y corría y saltaba, y bailábamos, y corríamos y saltábamos, y mientras la música ensordecía el sonido de la rutina, dando a la magia del tiempo la alegría de la tristeza.
Y cuando terminó la música acabó el sueño, los gritos eran voces y la cerveza charcos en el infierno. De la voz sólo quedaba el recuerdo y de la noche el tiempo de otra noche, y dormir en el día el sueño de toda la vida.
Iñaki Navarlaz Rodríguez
Fotografía de Pexels